La presidente brasileña, Dilma Rousseff, haciendo el signo de victoria en una convención nacional del Partido de los Trabajadores. Evaristo Sa/AFP/Getty Images
Allí donde existen instituciones débiles, los mandatos prolongados perjudican la democracia.
El 20 de noviembre de 1910, Francisco Madero dio comienzo a la revolución mexicana con una consigna muy simple: “Sufragio efectivo, no la reelección”. Ese mismo año, cuando se celebraba el centenario de la independencia nacional, Porfirio Díaz celebró su octava reelección con un mes de festejos tras haber gobernado intermitentemente desde 1876.
En plenas celebraciones patrióticas, el cometa Halley irrumpió en el cielo como la mano que escribióMene, Tekel, Farsin durante el banquete de Baltasar: los días de su reinado estaban contados y medidos (Daniel 5:5). Algunos especularon en la prensa que el cometa metería su cola en México y que se avecinaba un incendio general. Y así fue. Entre 1910 y 1920 murieron por causas violentas unas 250.000 personas y otras 750.000 por motivos atribuibles indirectamente a la guerra: al hambre y las enfermedades.
La lección más perdurable del porfiriato para América Latina fue sobre los peligros de la reelección indefinida, sobre la que ya Simón Bolívar había advertido en 1819 ante el Congreso de Angostura al afirmar que no nada hay tan peligroso para una república como dejar largo tiempo en el poder a un mismo ciudadano: “El pueblo se acostumbra a obedecerle y él a mandarlo, de donde se originan la usurpación y la tiranía”.
Pero hoy esa lección se ha olvidado. En varios países latinoamericanos, partidos, gobiernos y dirigentes políticos parecen haberse convencido que sus intereses solo pueden salvaguardarse con prolongados –y consecutivos– mandatos presidenciales. El resultado es un sistema aparentemente pluralista y democrático –repleto de elecciones, referéndums, plebiscitos, etcétera– pero en el que ha desaparecido cualquier rasgo de competencia equitativa por el poder.
De hecho, en los últimos cinco años nueve presidentes latinoamericanos han sido reelegidos, los últimos de ellos el boliviano Evo Morales y la brasileña Dilma Rousseff. Hace unos meses, Daniel Ortega –siguiendo el modelo de Hugo Chávez– usó su mayoría parlamentaria para imponer la reelección indefinida para todos los cargos electos en Nicaragua.
En Ecuador, Rafael Correa viene impulsando una reforma similar mientras que Morales no la ha descartado tras lograr su tercer mandato, limitándose a decir que “cumplirá la constitución”, que ahora su partido, el Movimiento al Socialismo, puede reformar valiéndose de su abrumadora mayoría parlamentaria. Incluso los kirchneristas más irreductibles están animando a Cristina Fernández a seguir esos pasos.
En Bolivia y Ecuador el fenómeno es fácil de entender. Correa y Morales han dado a sus países largos periodos de estabilidad política y económica tras largos años de desgobierno y anarquía. Ambos países tuvieron cinco presidentes cada uno entre 2000 y 2005, por lo que su apoyo popular refleja el agradecimiento de los electores con ese bienvenido cambio.
Pero el patrón de mandatos prolongados –o vitalicios– es tóxico políticamente por el debilitamiento institucional que conlleva. Morales y Correa han engrasado eficientes maquinarias partidarias para colonizar la burocracia estatal y crear un aparato clientelista de enorme eficacia entre los sectores populares, con lo que han dado a sus mandatos una cierta áurea de permanencia. Y quizá hasta de perpetuidad.
Pero no todos quieren seguir el ejemplo chavista. Perú va en sentido contrario: la reelección presidencial fue abolida cuando cayó Alberto Fujimori tras su intento de reelegirse por segunda vez consecutiva en 2000.
En Brasil y Colombia, Dilma Rousseff y Juan Manuel Santos han sido reelegidos, aunque ambos con un límite de un solo nuevo mandato. Y Santos ya ha echado a andar la maquinaria legislativa para anular la reelección inmediata que sacó adelante su antecesor, Álvaro Uribe, al que le habría gustado seguir en la Casa de Nariño por muchos años más. Uribe fracasó en 2010 en su intento de lograr una segunda reelección, lo que impidió una sentencia de la Corte Constitucional.
En Brasil la reelección inmediata se adoptó en 1998, para permitir un segundo mandato de Fernando Henrique Cardoso. Pero es posible que la norma no perdure. Este año, el programa electoral de Rousseff incluyó su abolición. Ahora todo dependerá de que el oficialista Partido de los Trabajadores, que ganó solo 70 de los 521 escaños de la cámara baja y 12 de los 81 escaños del Senado –su peor resultado en 12 años–, logre convencer a los 12 partidos que apoyaron la candidatura de Rousseff y que sumarán 304 y 53 escaños en ambas cámaras.
Quienes se muestran a favor de la reelección consecutiva sostienen que los gobiernos necesitan tiempo y continuidad para poder consolidar reformas necesarias y que la no posibilidad de hacerlo limita las opciones electorales de los ciudadanos.
El debate tiene múltiples aristas. Por una parte, la posibilidad de ser reelegidos exige a los cargos electos lograr resultados y evitar escándalos de corrupción. Pero quienes se oponen, sostienen que en sistemas políticos ya de por sí hiperpresidencialistas, los presidentes aprovechan los recursos del Estado y su control sobre el poder judicial, las autoridades electorales y las Fuerzas Armadas para autoperpetuarse en el poder.
En casos extremos –Porfirio Díaz, Anastasio Somoza, Alfredo Stroessner, etcétera– el proceso ha derivado en la consolidación de dictaduras. De hecho, 18 de los 20 presidentes latinoamericanos que buscaron ser reelegidos entre 1984 y 2013 lo lograron.
En el siglo XX, los únicos que no lo consiguieron fueron Daniel Ortega en 1990 y el dominicano Hipólito Mejía en 2004. Una tasa de reelección de 90% sugiere que la competencia no es justa. Otros que lo intentaron –Manuel Zelaya en Honduras y Fernando Lugo en Paraguay– fracasaron en el intento. Pero son la excepción.
En la mayoría de los países de la región las limitaciones de mandatos presidenciales están en retroceso. En 1990 solo cuatro Estados permitían la reelección presidencial consecutiva. Cuba era uno de ellos. Hoy solo cuatro –México, Paraguay, Honduras y Guatemala– no permiten que ex presidentes vuelvan a presentarse y la mayoría autoriza una reelección consecutiva.
Entre los nueve países donde se permitió la reelección entre 1990 y 2010, seis de ellos –Perú, República Dominicana, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela– cayeron en lo que los politólogos llaman un “autoritarismo competitivo”.
Hay excepciones, sin embargo. En Brasil, por ejemplo, los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (1994-2002) y Lula da Silva (2002-2010) estuvieron entre los más exitosos de la historia brasileña y afianzaron la democracia.
La clave es la fortaleza institucional. Donde existen instituciones democráticas fuertes, la reelección presidencial no perjudica necesariamente a la democracia. Pero donde son débiles, mina sus fundamentos. De hecho, los países con instituciones más sólidas,como Chile, Costa Rica y Uruguay, no la han adoptado para no correr riesgos innecesarios.
Muchas veces, el mecanismo ha sido impuesto por autócratas –Fujimori, Chávez– en cuyo caso la reelección es consecuencia –y no la causa– del autoritarismo. Para evitar restricciones legales, han aparecido últimamente ardides como la reelección conyugal. Hasta ahora se trataba de primeras damas que pasaban a ser candidatas presidenciales.
Así, en 2007 en Argentina Néstor Kirchner decidió no presentarse a la reelección y que su esposa ocupara su lugar. Luego lo intentaron en 2011 Sandra Torres, esposa del presidente saliente guatemalteco Álvaro Colom y Xiomara Castro, esposa de Zelaya, en Honduras en 2013. Y no se descarta que
la peruana Nadine Heredia lo vaya a intentar en 2016.
En 2012 en la República Dominicana
el reeleccionismo matrimonial asumió una nueva forma, menos descarada: la esposa sería la candidata a la vicepresidencia. Entonces, el ex presidente Leonel Fernández logró que su delfín, Danilo Medina, ganara los comicios llevando como vicepresidenta a su esposa, Margarita Cedeño. El hecho de que el ex presidente panameño Ricardo Martinelli fracasara al intentar emular el modelo dominicano demuestra que la reelección disfrazada no logró engañar a los panameños.
Una desigualdad intrínseca
Hay una gran diferencia entre ganar unos comicios y consolidar una verdadera cultura democrática, que solo puede asentarse sobre la separación de los poderes del Estado, el primer mandamiento incumplido por los políticos reeleccionistas, que han consolidado su hegemonía aherrojando poco a poco a los medios de comunicación, la magistratura, las autoridades electorales y las organizaciones de la sociedad civil.
Nada ilustra tanto la desigualdad intrínseca que supone la reelección como el control gubernamental sobre los medios de comunicación, imprescindibles para lanzar cualquier candidatura o campaña política. La estrategia típica de los gobiernos del bloque reeleccionista ha consistido en utilizar las leyes antimonopolio para forzar a los grupos multimedia a fragmentarse y vender activos, que luego son adquiridos por empresarios afines para convertirlos en aparatos propagandísticos.
Una vez dado ese primer paso, el segundo es más fácil: la reelección. Los políticos en ejercicio del poder gozan de una importante ventaja en cualquier parte dada su alta visibilidad y a que los votantes suelen preferir “lo malo conocido que lo bueno por conocer”. En esos casos, las verdaderas batallas se libran en los pasillos parlamentarios, donde se suman –o restan– los apoyos para las reformas legales que alteren los límites temporales del ejercicio del poder.
En ese sentido, la reelección de Rousseff no debería sorprender a nadie. Nunca un presidente brasileño que ha buscado la reelección inmediata ha fracasado en el intento.
La razón también es simple en este campo: el terreno de juego no es igual para todos. Donde la separación de poderes es más teórica que real, no es posible erigir murallas entre las funciones de los gobiernos y los intereses de los partidos gobernantes.
Y dado que en países de arraigada tradición caudillista las lealtades políticas suelen ser más personales que partidistas, los líderes carismáticos pueden confundirse con la propia nación. “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”, dijo en una ocasión Hugo Chávez. Así, el Estado se hace visible y sensible por intercesión del caudillo, encarnación suprema de la voluntad nacional. De hecho, una vez que el demiurgo sale de la escena, su partido pierde casi siempre el poder.