Los Objetivos de Desarrollo Sostenible: una visión más integral

24 septiembre 2015 Rebeca Grynspn

Una chica se ríe en un mercado de Benín. Dan Kitwood/Getty Images
En un mundo cada vez más interconectado, los Objetivos de Desarrollo Sostenible apuestan por una visión que tiene en cuenta las complejas interrelaciones entre los factores que afectan la calidad de vida de las personas. La cooperación frente a retos comunes es la clave.
La comunidad internacional llega a este momento en condiciones muy distintas a las que acompañaron la adopción de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). El mundo es hoy más interconectado y más complejo; más plural y más definido por matices. Hace dos décadas, la inmensa mayoría de los pobres del planeta vivían en países de renta baja. Hoy, en cambio, viven en Estados de renta media, en gran parte debido al crecimiento económico en lugares sumamente populosos como China, India, Pakistán, Nigeria e Indonesia. En los últimos 20 años, la población urbana creció en 1.600 millones de personas y hoy más de la mitad de la humanidad vive en ciudades, una gran proporción en condiciones de precariedad. Cada año más personas abandonan sus países en busca de mejores oportunidades, a la vez que somos testigos de un dramático incremento en las cifras de desplazados por conflictos armados. Tenemos la mayor generación de jóvenes de la historia, pero también el reto de una población que envejece a paso acelerado. Nuevas fuerzas y nuevas voces han irrumpido en el debate público y demandan un espacio en la definición de la agenda común.
Los ODS ilustran este nuevo entorno global. Son producto de un esfuerzo de negociación inter-gubernamental, mucho más consensuado, en donde los países han alcanzado acuerdos después de un proceso más complejo, pero también más inclusivo. Asimismo, se trata de una agenda universal, que ya no solo se enfoca en las responsabilidades que atañen a los países en desarrollo, sino que genera compromisos para todos los gobiernos. Finalmente, se trata de una agenda mucho más preocupada con la sostenibilidad, tanto ambiental como social, económica y política. Es una agenda que le ha dado un papel más central al ambiente –sin agotar ni sustituir la agenda de cambio climático–, así como a los temas de género, juventud, ciudades sostenibles, trabajo, paz y justicia.
Los ODS incorporan, entonces, una visión más integral del desarrollo; una visión que comprende las complejas interrelaciones entre los factores que afectan la calidad de vida de los seres humanos. Así, reflejan la preocupación por las desigualdades horizontales, por los efectos del conflicto armado y de la degradación ambiental, por la capacidad institucional con que cuentan los gobiernos para hacer frente a los desafíos, entre otros elementos. Aunque se establece que la erradicación de la pobreza es un imperativo central de la agenda global de desarrollo, la nueva agenda también reconoce que un mundo sin pobreza requiere de la confluencia de los demás objetivos que, de no ser abordados, impedirían su consecución: no es posible progresar de manera fragmentada. Se requieren avances en todos los objetivos, en todos los países y para todas las personas.
Estos son cambios positivos, en particular para los países latinoamericanos, que legítimamente han luchado por lograr que el debate en torno al desarrollo sea más  integral pero también más horizontal, más capaz de funcionar en la diversidad y más  propicio para generar confianza y solidaridad entre gobiernos y actores que, a pesar de sus  diferencias, enfrentan retos comunes e interconectados.
El viejo marco para entender la agenda de desarrollo ha quedado obsoleto: ya no se trata únicamente de la ayuda que brindan unos países a otros. Se trata también de lo que son capaces de hacer juntos. Los países desarrollados deben honrar su obligación de destinar al menos 0,7% de su Producto Nacional Bruto a la ayuda oficial al desarrollo, pero todos –la humanidad entera– debe coordinar acciones para superar los desafíos que trascienden las fronteras.
De ahí que el éxito de la nueva agenda global de desarrollo dependa de las capacidades y responsabilidades internas de los Estados, pero al mismo tiempo no pueda verse desligado de la habilidad del sistema internacional de avanzar en otras negociaciones: de lo que ocurra en la Ronda de Doha y en la consolidación del sistema mundial del comercio; de lo que ocurra en París y los compromisos asumidos en la lucha contra el cambio climático; de lo que ocurra en el combate al crimen organizado y otras actividades transnacionales ilícitas, incluyendo los flujos financieros ilícitos que drenan las arcas de muchos países en desarrollo; de lo que ocurra en materia de migración, de las inversiones y del financiamiento internacional. La globalización de nuestros problemas demanda mayor coherencia en las políticas, no solo en las políticas de desarrollo, sino en general en la forma en que interactuamos a lo interno y a lo externo de nuestros países.
La utilidad de los objetivos globales de desarrollo ha quedado plenamente demostrada. Si hace quince años los ODM fueron recibidos con cierto escepticismo por parte de algunos grupos, hoy no queda duda de que, con sus limitaciones y defectos, constituyeron una herramienta poderosísima para catalizar el cambio: el Secretario General de Naciones Unidas, Ban Ki-Moon, los llamó “el movimiento de lucha contra la pobreza más exitoso en toda la historia”. Los países de América Latina y el Caribe formaron parte de ese éxito: la región alcanzó la mayoría de las metas e incluso redujo a más de la mitad la pobreza extrema.
Pero para avanzar de aquí en adelante se requiere más. Se requiere más cooperación financiera, técnica y tecnológica. Más transferencia de conocimiento y de capacidades. Más flujos de bienes, de ideas, de capital. Los ODM demostraron que el cambio es posible incluso frente a los retos más colosales. Cuando logramos coordinar acciones y apoyarnos mutuamente, cuando establecemos prioridades y asignamos recursos de manera congruente, podemos realizar saltos exponenciales. La peor tara contra la solidaridad es el pesimismo. Tenemos razones para creer que el desarrollo global es posible: nos corresponde ahora respaldar esa creencia con recursos y con acciones.

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